Queridos amigos y amigas:
Con la llegada de noviembre, la Iglesia se dedica a reflexionar sobre la muerte y a orar por todos los difuntos. Para ayudar a iluminar este tema que tanto nos preocupa, pero que a menudo evitamos por temor, quiero compartir con ustedes un hermoso y profundo texto del documento del Vaticano titulado Gaudium et spes.
“El enigma de la condición humana alcanza su cúspide en la presencia de la muerte. El ser humano no solo sufre por el dolor y la progresiva descomposición de su cuerpo, sino que, aún más, es atormentado por el miedo a una completa aniquilación. El ser humano tiene razón al, guiado por un instinto profundo, rechazar la idea de que su existencia se convierta en ruina total y desaparición definitiva. La semilla de eternidad que lleva dentro de sí, al ser inmaterial, se rebela contra la muerte. Ni los avances de la ciencia moderna, por más útiles que sean, pueden sofocar esta inquietud humana; porque aunque se logre una longevidad biológica, eso no apacigua el deseo innato de una vida más allá que todos llevamos en el corazón”.
Aunque toda imaginación se queda corta frente a la muerte, la Iglesia, guiada por la revelación divina, sostiene que Dios ha creado al ser humano para un destino de felicidad que va más allá de la limitada vida terrenal. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, de la que el ser humano estaría libre si no hubiera pecado, será vencida cuando el todopoderoso y misericordioso Salvador devuelva al hombre la salvación que había perdido. Dios ha llamado y sigue llamando al ser humano a una comunión eterna con la vida divina, invitándolo a unirse a Él con plenitud. Esta victoria fue alcanzada por Cristo, quien, al resucitar, liberó al hombre de la muerte mediante su propia entrega. Así, la fe, fundamentada en razones sólidas, puede ofrecer a todo ser reflexivo respuestas al angustiante cuestionamiento sobre su futuro; además, brinda la posibilidad de una conexión en Cristo con aquellos seres queridos que han sido llevados por la muerte, infundiendo la esperanza de que ya gozan de la vida verdadera en Dios.
Es cierto que el cristiano siente la urgencia y responsabilidad de luchar contra el mal y afrontar con valentía las tribulaciones, incluida la muerte; sin embargo, unido al misterio pascual y configurado con la muerte de Cristo, puede esperar con fortaleza la resurrección.
Todo esto es aplicable no solo a quienes creen en Cristo, sino también a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de Dios de manera invisible. Cristo murió por todos, y dado que todos tienen una única y divina vocación, podemos confiar en que el Espíritu Santo otorga a cada uno la oportunidad de asociarse al misterio pascual de una manera que solo Dios conoce.
Este es el gran misterio del ser humano, iluminado para los creyentes por la revelación cristiana. Por lo tanto, en Cristo y a través de Cristo, se esclarece el enigma del dolor y de la muerte, que, sin su mensaje, puede aplastarnos. Cristo resucitó, venciendo a la muerte con su muerte, y nos otorgó la vida, de modo que, siendo hijos de Dios en el Hijo, podamos clamar en el Espíritu: «¡Abba!» (Padre).
En este 1 de noviembre, visitemos nuestros cementerios con fe, agradeciendo a Dios por aquellos que nos han brindado tanto y pidiendo que gocen de la vida eterna. Al recordar a quienes han partido, pensemos que la “hermana muerte” también se acercará a nosotros, y que cuando llegue, nos llevará al encuentro con el Dios de la vida y con quienes compartieron nuestra existencia.¡A los que han muerto, dales, oh Dios, el descanso eterno y brille para ellos la luz de la eternidad!
Con bendiciones,
+Guillermo Vera Soto
Obispo de Rancagua
Con Información de www.elrancaguino.cl