Diego Palomo, Profesor Titular U. de Talca.
¿Qué revela sobre una gestión el hecho de que solo se moviliza ante una resolución o sentencia judicial? ¿Puede considerarse verdaderamente comprometida con el bienestar de su comunidad una institución que solo actúa bajo presión? Aún más, ¿indica esto un liderazgo efectivo o simplemente refleja un desconocimiento, desinterés o incapacidad para anticipar problemas?
El capital humano de una institución no es solo una cifra en un informe; es su núcleo, su motor y su recurso más valioso. Cuando una administración ignora sistemática y deliberadamente las señales de advertencia y deja que las tensiones escalen hasta transformarse en litigios o protestas formales, evidencia no una postura de prudencia, sino una clara falta de interés por las personas que hacen posible su funcionamiento. Actuar únicamente cuando el conflicto es inminente no equivale a gobernar, sino a reaccionar, y de forma inadecuada.
Más preocupante es el mensaje que se establece en la comunidad cuando este estilo de gestión se normaliza: se desvaloriza el diálogo, la prevención se percibe como un «lujo», y la única manera de ser escuchado es a través de la confrontación. En otras palabras, se consolida la desafección. Aquellos que forman parte de la organización pronto comprenden que su voz carece de valor hasta que se exterioriza como una exigencia proveniente de una autoridad externa, lo cual erosiona cualquier cultura de entendimiento.
Lo irónico es que muchos de estos líderes, en sus discursos, remarcan la importancia del trabajo en equipo, la comunicación y el compromiso. Sin embargo, en la práctica, su enfoque de gestión demuestra una preferencia por administrar crisis en lugar de prevenirlas. Tal vez esto se deba a que prevenir requiere atención, diálogo y planificación, mientras que reaccionar solo demanda una respuesta ante la queja y, en el peor de los casos, la intervención de un abogado.
Una institución que trata a su gente con esta lógica, considerándolos no como aliados estratégicos, sino como problemáticas a gestionar, está destinada a un desgaste interno que ninguna campaña comunicacional podrá remediar. La desafección, una vez establecida, se convierte en un mal que no solo deteriora la moral, sino que también disminuye la eficiencia y el sentido de pertenencia. Y cuando los gestores finalmente respondan a este nuevo desafío, es probable que ya haya otro reclamo aguardando sobre su escritorio.
Con Información de www.diarioelcentro.cl