Redacción de Armando Miño Rivera, Periodista Independiente y Docente Universitario (Lima – Perú)
La Teología de la Liberación, aquella doctrina que elevó la justicia social como una cruzada sagrada y las luchas populares como el evangelio del pueblo, ha resultado ser, en la práctica, un espejismo peligroso. Surgió como una seductora promesa en tiempos convulsos: un llamado a encarnar el cristianismo en la vida de los pobres, a bajar a Cristo de los altares y llevarlo a la lucha. Pero, tras medio siglo de su nacimiento en los años sesenta, ¿qué queda de esta gran utopía promovida por Gustavo Gutiérrez y sus seguidores? Muy poco, y lo que persiste es el rastro de un experimento fallido. A continuación, exploraremos por qué.
Enrique Angelelli, Ernesto Cardenal y Gustavo Gutiérrez fueron pioneros en esta corriente teológica. Gutiérrez identificó un hecho claro: el mundo, especialmente América Latina, estaba repleto de pobreza y exclusión, de personas abandonadas por sistemas que debían protegerlas. No obstante, el error radica en su respuesta. En lugar de proponer una verdadera renovación tanto espiritual como estructural, Gutiérrez se inclinó hacia un enfoque ideológico que, disfrazado de compasión y justicia, se convirtió en una aceptación casi incondicional del marxismo, una doctrina marcada por dogmas y fracasos sistemáticos.
Al establecer la lucha de clases como el eje del cristianismo, Gutiérrez y sus seguidores no solo desvirtuaron la fe, sino que politizaron la Iglesia, convirtiéndola en un campo de batalla. Transformaron el altar en una barricada y los sermones en panfletos. Lo que alguna vez fue un lugar de paz y consuelo para millones se transformó en un foro marcado por la lucha y el resentimiento. Esta corriente olvidó que el mensaje de Cristo, que invita al amor y la compasión, es universal y no pertenece a un «bando» específico.
La figura de Jesús fue moldeada para ajustarse a una agenda particular. De pronto, Cristo dejó de ser el que decía “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21) para convertirse en un activista, casi un proto guerrillero que desafiaba las estructuras según la interpretación de su época. Este Cristo revolucionario no solo traiciona el mensaje auténtico de Cristo, sino que ignora una lección esencial de los Evangelios: el amor hacia el prójimo, incluso hacia aquellos con quienes se discrepa.
La Teología de la Liberación transformó a Cristo en un símbolo de la lucha de clases. Según su interpretación, Jesús no vino a redimir a todos, sino a liberar solo a los oprimidos de sus opresores. Aquellos que no se unieran a esta lucha quedaban automáticamente excluidos, como si el mensaje de salvación fuera aplicable únicamente a un sector de la sociedad. Esta narrativa distorsionada convierte a la religión en una herramienta de división, en lugar de ser un puente hacia la unidad. Cuando los pastores asumen el rol de militantes y los sermones suenan a arengas, la espiritualidad se desdibuja en la polarización y la fe se convierte en resentimiento. Es evidente que la Teología de la Liberación politizó la Iglesia de un modo que ni los mismos cristianos de base han logrado resolver. En vez de ser una guía de esperanza para sus fieles, la Iglesia se transformó en una activista, involucrándose más en luchas políticas que espirituales. El enfoque de Gutiérrez y otros teólogos de su época alteró el sentido de la fe, que pasó de ser una búsqueda de paz y crecimiento personal a convertirse en activismo ideológico. En muchos casos, el púlpito dejó de ser el lugar de las enseñanzas del Evangelio y se convirtió en la trinchera de una causa temporal.
Por un lado, se predicaba el amor al pobre; por el otro, se demonizaba al supuesto opresor. La teología, que debería estar inspirada en el amor y la reconciliación, comenzó a centrarse en condenar a quien tenía poder o recursos, como si estos fueran sinónimos absolutos de maldad. En este proceso de polarización, se perdió la esencia de la fe cristiana: la comprensión, el perdón y la búsqueda de paz en el alma. Al final, esta politización terminó por alejar a muchas personas de la Iglesia, desencantadas con un mensaje que ofrecía más odio que esperanza.
Uno de los errores más graves de la Teología de la Liberación fue su coqueteo con el marxismo, una ideología que, disfrazada de liberación, ha demostrado ser destructiva. Los marxistas han definido siempre la religión como “el opio del pueblo” (como afirmara Marx), pero los teólogos de la liberación prefirieron ignorar este detalle. En su búsqueda de justicia social, no dudaron en adoptar términos como “lucha de clases”, “conciencia de clase” y “alienación”, sin advertir que el marxismo es una ideología, por naturaleza, atea y, en última instancia, adversa a la espiritualidad.
Al abrazar el marxismo, los teólogos de la liberación se alejaron de la esencia misma de la fe cristiana. Marx consideraba la religión un obstáculo para la revolución, mientras que Gutiérrez y sus adherentes intentaron fusionar ambos mundos, algo imposible sin traicionar a uno de los dos. En su afán de “liberar” a los oprimidos, la Teología de la Liberación asumió el rencor marxista, transformando el amor por los pobres en odio hacia los ricos, desconfianza hacia los poderosos y rechazo al sistema. Esta dinámica cerró las puertas a cualquier posibilidad de reconciliación. Si bien la Teología de la Liberación se propuso “liberar” a los pobres, no solo fracasó en su objetivo, sino que cultivó un profundo resentimiento entre las clases. En lugar de ofrecer soluciones reales, la narrativa de Gutiérrez y sus seguidores se centró en alimentar la ira y el odio contra quienes poseen poder o recursos. Este enfoque divisorio no generó justicia ni redención, sino un desprecio corrosivo que deteriora el tejido social.
Es innegable que existen desigualdades que deben ser enfrentadas, pero la Teología de la Liberación cometió el error de ver el mundo en términos de blanco y negro, como si solo existieran oprimidos y opresores. En los países donde esta teología echó raíces, la Iglesia no creció, sino que se debilitó. Mientras la fe se politizaba y se mezclaba con ideologías ajenas, miles de personas buscaron su espiritualidad en otros lugares. La Iglesia, lejos de ser un refugio de esperanza y consuelo, se convirtió en un escenario de luchas políticas ajenas a muchos de sus fieles. La Teología de la Liberación nació de una crisis de fe y acabó generando una crisis aún más grave. Al politizar la religión y reducirla a una herramienta de lucha, los teólogos de la liberación desviaron a la Iglesia de su misión espiritual y la convirtieron en un actor político más, y no uno particularmente exitoso. En última instancia, la espiritualidad y la fe fueron sacrificadas en el altar de una ideología que, en nombre de la justicia, promovía la ira y el resentimiento.
La Teología de la Liberación, con su idealismo y su carga política, se presentó como un camino hacia la justicia social. Sin embargo, ha resultado ser más bien un callejón sin salida, un ideal que, lejos de unir a la Iglesia, la ha dividido, y que, lejos de liberar a los pobres, los ha instrumentalizado. Hoy más que nunca, es evidente que la verdadera liberación no proviene de la politización de la fe, sino de buscar el bienestar de todos a través de la comprensión y el respeto, no por medio de la venganza y el resentimiento.
Es momento de reconocer que fue un error creer que el mensaje de Cristo podía adaptarse a ideologías que nacieron para dividirnos. La Teología de la Liberación fue una promesa incumplida, y es hora de que la Iglesia, y la sociedad en su conjunto, reconozcan estos errores para reencontrarse con la verdadera esencia de la fe y la reconciliación.
Con Información de www.diarioelpulso.cl