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La política que anhelamos.

La política, en términos generales, y la chilena en particular, enfrenta un reto que ha perdurado por muchas décadas: la tensión entre la proyección hacia el futuro y las necesidades inmediatas del presente. Este dilema, que se presenta como una falsa dicotomía, ha marcado nuestra historia reciente. En lugar de buscar soluciones efectivas, hemos caído en un discurso simplista que clasifica todo en «buenos» y «malos», una narrativa que no contribuye en nada al avance de nuestra sociedad.

La realidad política es, por tanto, menos esperanzadora. A menudo, la práctica electoral valora más la popularidad que la capacidad real de los líderes, y quienes acceden al poder tienden a priorizar intereses privados sobre el bienestar común. Esto, lamentablemente, no es algo nuevo. La lucha por el poder suele desviarse hacia la satisfacción de intereses de corto plazo y prácticas clientelistas, dejando de lado principios como la equidad territorial, la sostenibilidad y la efectiva participación ciudadana.

Nuestras comunas, regiones y el país en su conjunto merecen autoridades que tengan una visión a largo plazo, capaces de ir más allá de la mera gestión de las urgencias del momento y que promuevan un desarrollo equilibrado y sostenible en nuestras 33 comunas. Más aún, necesitamos líderes que comprendan que gobernar implica más que apariciones públicas o resultados inmediatos; requiere dedicación constante al bienestar colectivo, sustentada en principios de transparencia, justicia y honestidad.

Esto no se logra de manera espontánea. Se necesita voluntad política y, sobre todo, ciudadanos exigentes que evalúen de forma crítica a sus representantes. Como sociedad, debemos aspirar a un liderazgo que rechace la mediocridad inherente a los ciclos políticos cortos y que se atreva a construir con una mirada enfocada en el futuro.

En un año electoral como lo será 2025, esta reflexión cobra aún más importancia. Elegir a quienes tendrán la responsabilidad de dirigir debe ser un acto consciente, fundamentado no en promesas exageradas, sino en la confianza basada en valores y en propuestas claras.

El liderazgo auténtico no se legitima únicamente por los votos conseguidos, sino por el compromiso constante con el bien común. Es un llamado a la virtud en la política, un ideal que puede parecer ingenuo, pero que debemos perseguir si queremos transformar la gestión pública en un ejercicio verdaderamente significativo.

Y no debemos olvidar que cualquier cambio genuino no se logra por imposición, sino por convencimiento y grandes consensos. La política de trincheras poco aporta a las transformaciones sociales de gran envergadura.

Aquellos que tengan el privilegio de gobernar no deben olvidar que su legitimidad se construye día a día. Cada decisión que tomen será un reflejo de su liderazgo, y el valor más esencial que apreciaremos será su habilidad para priorizar siempre el interés colectivo por encima de cualquier ambición personal.

Porque, al final, la política no es solo el arte de lo posible; es una vocación orientada a servir y a construir un futuro justo y digno para todos.

Luis Fernando González V.

Subdirector

Con Información de www.elrancaguino.cl

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