Estamos dando inicio a marzo y quiero comenzar con una reflexión sobre el fracaso, o como dice mi amiga coach: ¡aprendizajes, Paula!
Fracasar duele. No se trata de un aprendizaje agradable ni inmediato. No es esa versión edulcorada donde todo lo negativo nos deja una gran lección al instante. No, seamos claros: fracasar es incómodo, es cuestionarse a uno mismo, es lidiar con un ego golpeado y preguntarse si realmente ha valido la pena todo el esfuerzo.
Lo sé porque me ha pasado.
Tuve una experiencia así en un taller hace un tiempo, un espacio donde generalmente me siento como en casa, donde disfruto compartir lo que sé y conectar con otros. Me preparé como siempre, con dedicación y esas mariposas en el estómago que me recuerdan que me importa lo que hago. Sin embargo, ese día todo se sintió pesado. No logré que la conversación fluyera, no sentí esa chispa de conexión ni vi esas miradas interesadas que me dicen “esto tiene sentido”.
Intenté leer al grupo, cambiar el ritmo, hacer preguntas. Nada funcionó. Escuché mis propias palabras flotando en el aire, sin llegar a nadie. Fue frustrante. Aunque intenté mantener el ánimo hasta el final, una vez que terminó, supe que no había sido un buen día.
Volví en modo autocrítico. Mi mente no me dejó en paz, repitiendo mis errores como una melodía pegajosa: No fuiste clara. No lograste conectar. No lo hiciste bien. Me fui a dormir convencida de que tal vez no era tan buena en esto como pensaba.
Y entonces, el fracaso comenzó a hablarme…
No de inmediato, porque al principio solo escuchaba mi propia voz dura y exigente. Esa voz que nos dice que no somos suficientes, que minimiza todo lo que hemos logrado por un solo error. Pero con el tiempo, el ruido se fue apagando y pude hacerme la pregunta crucial: ¿realmente salió tan mal o soy yo la que se está poniendo estándares imposibles?
Recordé todas las veces que he trabajado con mujeres emprendedoras, especialmente en mi querida región del Maule. He escuchado sus historias de esfuerzo, de fracasos, de giros sorpresivos. Mujeres que empezaron vendiendo desde sus casas, que enfrentaron crisis económicas, que dudaron de sí mismas, pero decidieron seguir adelante. Y entendí que, aunque las admiro profundamente, nunca las he juzgado por un solo error o un mal día. Entonces, ¿por qué hacerme lo mismo a mí misma?
No existen talleres perfectos, charlas perfectas ni presentaciones perfectas. No porque no nos preparemos o esforcemos, sino porque trabajamos con personas, con energías en interacción, con historias que cada uno lleva consigo. Y aunque eso es maravilloso, también lo hace impredecible.
El fracaso, ese que tanto tememos, no es mi verdugo. Es un espejo. Me mostró lo que aún me falta por aprender y me recordó que mi valor no reside en un solo día, actividad o resultado.
También me recordó que, como mujeres, hemos sido educadas para ser impecables, para medirnos con estándares inalcanzables, para pensar que si algo no sale perfecto, entonces no ha valido la pena. Y eso no solo es injusto, ¡es una carga que nos roba la libertad de experimentar, de aprender en el proceso, de fallar y seguir adelante!
Con qué frecuencia nos decimos que no somos lo suficientemente buenas. Que si el negocio no crece lo suficientemente rápido, entonces no sirve. Que si no tenemos todas las respuestas, no sabemos nada. O que si no conseguimos que todos estén satisfechos, hemos fracasado.
Pero, ¿y si cambiamos nuestra perspectiva?
¿Qué pasaría si viéramos el fracaso no como un final, sino como parte del camino? Porque la verdad es que nadie construye nada sin equivocarse. Nadie aprende sin caídas. Nadie llega lejos sin haber dudado de sí mismo en el proceso.
He aprendido a escuchar el fracaso sin miedo. A dejar de verlo como una sentencia y empezarlo a ver como una conversación. A preguntarme, después de un mal día:
¿Le hablaría así a mi mejor amiga? ¿Estoy exigiendo algo que no esperaría de otra persona? ¿Puedo aceptar que equivocarme no me hace menos valiosa?
Y lo más importante, he aprendido que la valentía no consiste en no fallar, sino en VOLVER A INTENTAR, incluso cuando el miedo persiste.
Quizás, solo quizás, necesitemos ser un poco más compasivas con nosotras mismas. Darle espacio al error, abrazar el proceso y recordar que no somos exitosas porque nunca fracasamos, sino porque seguimos adelante a pesar de ello.
Porque al final, somos mucho más que un día malo.
Con Información de www.diarioelcentro.cl