Queridos hermanos y hermanas:
El relato del bautismo de Jesús en los evangelios nos revela el camino de humillación y sencillez que el Hijo de Dios eligió libremente. Siendo ya un adulto, Jesús comienza su ministerio público acercándose al río Jordán para recibir de Juan un bautismo de penitencia y conversión. Lo que podría parecer sorprendente a primera vista es el hecho de que Jesús, quien no tiene pecado, se coloca entre los pecadores para recibir este gesto de penitencia. Así, el Santo de Dios se une a aquellos que reconocen su necesidad de perdón y claman a Dios por la gracia de volver a Él con todo su corazón. Jesús se pone del lado de los pecadores, mostrando su solidaridad y cercanía, y nos enseña que si le aceptamos en nuestras vidas, Él puede levantarnos y guiarnos hacia la plenitud del amor del Padre.
¿Qué sucede cuando Jesús se hace bautizar por Juan? Ante este acto de humildad del Hijo de Dios, los cielos se abren y el Espíritu Santo aparece visiblemente en forma de paloma, mientras una voz del cielo reconoce al Hijo unigénito, el Amado. Este momento exige una manifestación auténtica de la Santísima Trinidad, que atestigua la divinidad de Jesús como el Mesías prometido, enviado por Dios para liberar a su pueblo y ofrecer salvación. Verdaderamente, Jesús es el Buen Pastor que cuida de su rebaño, lo une y da su propia vida para que todos tengan vida. A través de su muerte redentora, libera a la humanidad del pecado y la reconcilia con el Padre; su resurrección salva del abismo de la muerte eterna y vence al Maligno.
Hermanos y hermanas, ¿qué ocurre en nuestro propio Bautismo? Lo que sucede es que somos profundamente unidos a Jesús, inmersos en el misterio de su poder y de su muerte, fuente de vida, para participar en su resurrección y renacer a una nueva vida. Al recibir el Bautismo, renacemos como hijos de Dios, compartiendo la relación filial que Jesús tiene con el Padre y pudiendo dirigirnos a Dios con plena confianza, llamándolo: «Abba, Padre».
Sobre nosotros también se ha abierto el cielo, y Dios ha declarado: estos son mis hijos, a quienes amo. Al ser introducidos en esta relación y liberados del pecado original, nos convertimos en miembros vivos del único cuerpo que es la Iglesia, capacitados para vivir plenamente nuestra vocación a la santidad y heredar la vida eterna que nos ganó la resurrección de Jesús.
Cuando los padres solicitan el Bautismo para sus hijos, expresan y testifican su fe, su alegría de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Esta alegría nace de la conciencia de haber recibido un gran don de Dios: la fe, un regalo que no hemos podido merecer, sino que nos ha sido otorgado gratuitamente y al que hemos respondido con nuestro «sí». Es la dicha de reconocernos como hijos de Dios, de sentirnos confiados en sus manos, como una madre que abraza a su niño. Esta alegría guía el caminar de cada cristiano, fundamentándose en una relación personal con Jesús que da sentido a toda existencia. Él es, en definitiva, el sentido de nuestra vida, el objetivo hacia el cual debemos dirigir nuestra mirada para ser iluminados por su Verdad y vivir en plenitud. El camino de fe que se inicia en el bautismo se basa en la certeza de que nada es más valioso que conocer a Cristo y compartir con los demás esta amistad. Aquellos que han experimentado esto no están dispuestos a renunciar a su fe por ninguna razón.
Que Dios los bendiga.
+Guillermo Vera Soto
Obispo de Rancagua
Con Información de www.elrancaguino.cl