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Cárceles y regiones remotas: Comienza la campaña presidencial.

Diego Palomo. Abogado y académico de la Universidad de Talca.

La propuesta de establecer cárceles en lugares remotos como desiertos, islas o en el sur del país ha cobrado fuerza en algunos discursos políticos, planteándose como una solución contundente ante la delincuencia. Este tipo de iniciativas se presentan a menudo con una imagen de mano dura, prometiendo mayor seguridad a través del aislamiento y condiciones estrictas para los internos.

Sin embargo, este enfoque resulta ser superficial, populista y claramente opuesto a lo que una política pública bien fundamentada y sostenible debería buscar. Más que solucionar el problema de la inseguridad, estas medidas transmiten un mensaje vacío a la ciudadanía, ofreciendo una aparente acción decidida que desestima las posibilidades reales de implementación en el contexto de nuestro país.

En primer lugar, la construcción de cárceles en zonas inhóspitas apela más a las emociones que a la razón. La imagen de un desierto desolador o una isla inaccesible evoca un castigo severo y disuasorio, justo lo que la población desea escuchar. Esta respuesta está diseñada para aplacar el clamor popular en lugar de abordar el problema con seriedad, como realizar las adecuaciones necesarias en las cárceles existentes o diseñar, aunque sea menos popular, una estrategia integral de prevención y rehabilitación.

A menudo, estas propuestas emergen en contextos de crisis, donde la ciudadanía, frustrada, busca soluciones rápidas y visibles, aunque poco efectivas a largo plazo. Y si coinciden con elecciones, se crea el escenario perfecto para su promoción.

No obstante, resulta sorprendente que individuos con formación y privilegios ignoren que el aislamiento geográfico no garantiza una mayor seguridad. Aunque alejar a los condenados pueda parecer una manera de proteger a la población, las evidencias de otras naciones demuestran que las cárceles remotas no han erradicado la criminalidad ni desincentivado a los delincuentes de manera significativa. En cambio, estas instalaciones suelen convertirse en símbolos de dureza que, si bien alimentan narrativas populistas, generan más problemas logísticos y éticos que verdaderas soluciones. ¿Y quiénes serían enviados allí? Los populistas parecen pensar en delincuentes violentos o de alta peligrosidad, pero no es claro si también se trasladarían a aquellos condenados por delitos de cuello blanco, como la corrupción o el fraude, o si estos seguirían gozando de privilegios.

Otro aspecto muy relevante es el alto costo económico y humano de estas iniciativas. Establecer, habilitar y mantener cárceles en lugares extremos supone una inversión monumental en infraestructura, transporte y recursos humanos, que podría destinarse a un centenar de necesidades prioritarias. Gobernar es saber priorizar. Las condiciones severas, además, agravan la deshumanización de los internos, dificultando su reinserción y perpetuando un ciclo de reincidencia. Si los delitos económicos o de corrupción no fueran incluidos en estas instalaciones, se revelaría aún más la incoherencia de un sistema que castiga con dureza a unos y protege a otros, acentuando las desigualdades en la aplicación de la ley.

El enfoque geográfico como solución también desvía la atención de reformas estructurales necesarias. En lugar de invertir en cárceles remotas, los esfuerzos deberían orientarse a capacitar a jueces, mejorar la actuación policial, agilizar los procesos judiciales y garantizar que las prisiones existentes no sean auténticas escuelas del crimen. La obsesión por el castigo severo y el aislamiento ignora que la seguridad pública no se logra únicamente con rejas y cadenas; se requiere de instituciones sólidas y una sociedad cohesiva. Proponer cárceles en desiertos o islas es una forma de populismo que evade tareas más complejas y esenciales.

Además, las condiciones extremas que se destacan como “duras” suelen violar o bordear los límites de los derechos humanos. Organismos internacionales han señalado que el trato inhumano en las cárceles no solo es éticamente cuestionable, sino que también alimenta la violencia y el resentimiento, tanto dentro como fuera de estos centros. Una política pública mínimamente sensata debería procurar un equilibrio entre la justicia y la dignidad, en lugar de optar por la brutalidad como un espectáculo para obtener votos.

Asimismo, es importante señalar que estas propuestas a menudo subestiman el impacto en las comunidades locales y el medio ambiente. Construir grandes instalaciones en ecosistemas frágiles como desiertos o zonas extremas puede tener consecuencias ecológicas severas, mientras que la llegada de personal penitenciario y sus familias a áreas remotas podría alterar las dinámicas sociales y económicas sin una planificación adecuada. Lo que se presenta como una respuesta a la seguridad termina generando nuevos problemas que el discurso populista rara vez anticipa o soluciona.

En conclusión, la idea de construir cárceles en desiertos, islas o en el extremo sur bajo la premisa de la seguridad es una medida que, aunque suena contundente, es completamente vacía. Es un intento superficial que apela al miedo y la indignación, pero fracasa en abordar las causas del delito y en fomentar una sociedad más segura y equitativa. Ni siquiera es claro si los populistas enviarían a estos recintos a todos los delincuentes o solo a aquellos que encajan en su relato de “enemigos públicos”, dejando a los de cuello blanco en prisiones más confortables (pues parece que para ellos siempre se trata de los “otros”). Las políticas públicas efectivas requieren una visión clara, no solo hormigón en lugares inhóspitos; exigen reflexión y una resistencia al populismo, poniendo en evidencia a todos los populistas. Solo así se podrá construir una sociedad más segura y no quedarnos atrapados en propuestas absurdas sustentadas en una ilusión geográfica.

Con Información de www.diarioelcentro.cl

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