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A 182 años de su fallecimiento, ¿cómo se recuerda hoy su figura y su trascendencia en el ideario nacional?

Escrito por Álvaro Vogel Vallespir. Historiador-Profesor.

Una breve pero poderosa frase encapsula un profundo significado. El historiador Ernest Larousse afirmaba: «Todo lo importante se repite». Esta declaración del intelectual francés sirve como una analogía perfecta para reconsiderar nuestra imagen actual de uno de los Padres de la Patria, Bernardo O’Higgins. Sin embargo, puede que la reiteración interminable de fechas, batallas y logros relacionados con este héroe no resuene de manera significativa para las nuevas generaciones. Recordar bajo la lógica del condicionamiento clásico sería un error garrafal: «aprender por memorización». Por lo tanto, es crucial ir más allá de las reproducciones disponibles en numerosas obras y considerar qué arquetipo de su vida deseamos integrar en el presente; en definitiva, explorar al hombre real, más que las caricaturas del pasado.

Para respaldar esta idea, basta con buscar en Internet y en herramientas de IA «Bernardo O’Higgins», y el número de resultados aparecerá abrumador: biografías, conmemoraciones, diarios de guerra y más. No obstante, algunos aspectos cualitativos se escapan y están ausentes en la memoria colectiva de las generaciones actuales. Por ejemplo, el gorro de marinero de Arturo Prat es un símbolo ampliamente vendido en bazares, con niños que se pintan la barba para representar a este héroe naval, mientras que las hazañas y dichos de O’Higgins son menos recordados.

¿A qué se debe esto? Una posible respuesta, aunque subjetiva, radica en cómo educamos la memoria y cómo evocamos a nuestros personajes que sostienen nuestra identidad nacional. Una pregunta como esta formulada hace un siglo recibiría una respuesta distinta, influenciada por los planes y programas de historia que inevitablemente contienen sesgos y subjetividades. Es fundamental reconocer los contextos históricos y, sobre todo, definir qué queremos hoy y hacia dónde nos dirigimos en las próximas décadas. Esta interrogante seguirá siendo pertinente a medida que pase el tiempo, y así podremos evaluar la evolución del prócer en la memoria colectiva.

El natalicio de O’Higgins es significativamente más recordado por los chilenos que la fecha de su fallecimiento. Sus restos fueron repatriados desde Perú veintisiete años después de su muerte, cuando eran pocas las personas vivas que lo recordaban. Esta vuelta simbólica tras el autoexilio marca un primer indicio de olvido; la memoria, si no se cultiva, es frágil. Por el contrario, el legado de Arturo Prat ha sido venerado desde un principio, manteniendo su esencia sagrada hasta el día de hoy, con glorificaciones teleivisadas cada feriado nacional.

El propio Miguel Grau se preocupó de recoger partes de Prat tras la batalla, enviando su espada a su viuda junto a una carta digna de recordación, subrayando así su heroísmo. Esta reliquia, que fue resguardada por su familia, ahora se encuentra en un museo público de la Escuela Naval, creando un vínculo con la sociedad. Además, Prat representa auténticamente a las clases populares, algo que O’Higgins no logró igualar. Su salto al vacío fue un acto de inmolación por la patria que perdura en el tiempo.

En cambio, la tumba del primer Director Supremo ha circulado en un halo de misterio ajeno al escrutinio público. Aunque hoy descansa en el corazón de Santiago, su localización genera distanciamiento; sería apropiado acercarlo a la sociedad de una manera más accesible, como se merece un prócer de la Independencia. De lo contrario, persistirá una lejanía que lo convierte en una figura distante. Actualmente, el Museo Militar alberga algunos objetos preciados de O’Higgins, pero quizás no son suficientes para tender un puente entre el pasado y el presente.

Aún así, los recuerdos más duraderos de O’Higgins no son materiales, y deben ser resaltados hoy más que nunca. Entre ellos se encuentra la importancia del Cementerio General de Santiago, los esfuerzos constitucionales y la famosa rivalidad con José Miguel Carrera. Este conflicto, presente en la memoria colectiva, puede servir de lección a los políticos contemporáneos sobre las rivalidades que pueden socavar la firmeza de la República. La falta de unidad contribuyó al desastre de Rancagua, un recordatorio de que las divisiones no fortalecen los cimientos de un país. ¿Podemos culpar a ambos? No, porque años después, una guerra civil aristocrática centró la atención en el conservadurismo de Diego Portales, y más adelante, varias revueltas continuaron la separación de la élite chilena, culminando en golpes de Estado, el último de los cuales aún no cierra sus cicatrices. ¿Realmente aprendemos de la historia? ¿Aprendemos de nuestros próceres o simplemente repetimos los acontecimientos?

O’Higgins en la actualidad

Para ofrecer una visión contemporánea de Bernardo O’Higgins, es fundamental dejar de lado la repetición de la historiografía tradicional y examinar a este destacado personaje desde la perspectiva actual, permitiendo la inclusión de los cuestionamientos generacionales presentes. Propongo una interpretación que, por supuesto, debe ser debatida, ya que cada opinión en la interpretación histórica tiene su propio valor.

Primero, sobran las simplificaciones sobre la rivalidad entre Carrera y O’Higgins. Es cierto que ambos compartieron varios puntos de acuerdo, tanto en lo público como en lo privado, que deberían servir como modelo en esta era política marcada por una crisis de credibilidad sin precedentes. Si esta crisis se limitara a las ideas que se expresan, no sería tan alarmante; sin embargo, se suma un nivel de corrupción sin parangón que distorsiona el concepto de «servidores públicos». Estamos ante un uso sobre los fondos públicos que no solo es distinto, sino, además, ilícito. Así, la virtud de O’Higgins de priorizar los intereses de la patria sobre las rencillas con José Miguel es un recordatorio urgente sobre el Bien Común.

En segundo lugar, es hora de dejar el idealismo a un lado. O’Higgins falleció de un ataque cardíaco, no porque sucumbiera a la ingratitud de no volver a Chile; eso es una falacia que ignora el hecho de que contaba con la autorización presidencial para regresar. Es más importante entender las razones por las que decidió irse y nunca regresar. La abdicación, así, se hace comprensible, ya que aquel Chile era un país sin experiencia. Su capacidad de reconocer sus errores y marcharse, en lugar de aferrarse al poder, es una lección valiosa. Muchos de nuestros actuales políticos y líderes empresariales podrían aprender de su ejemplo.

Finalmente, se necesita presentar a O’Higgins no solo como militar y político, sino como un ser humano, con virtudes y defectos, afrontando retos similares a los que vivimos hoy. Si analizáramos su contexto actual, veríamos que fue concebido en circunstancias complejas, naciendo de una relación entre una menor y un hombre mucho mayor. Esa sombra familiar lo persiguió a lo largo de su vida y se repitió en el siguiente ciclo familiar, donde se veían inseguridades similares.

En este 24 de octubre, al cumplirse 182 años de su muerte, en numerosas localidades, escuelas y regimientos de Chile volverá a mencionarse su nombre, aunque al día siguiente solo un puñado de personas lo recordará. La figura del Padre de la Patria merece ser vista con nuevas luces, ya que su legado tiene el potencial de impactar las nuevas realidades que enfrentamos.

Con Información de www.diarioelpulso.cl

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